traumas, adicciones e inclusividad en nuestras luchas

por wuwei (natàlia)

en català aquí.

Este texto lo escribí y se publicó en El Salto el 10 de Noviembre. Podéis ver el original aquí 

contenido: traumas, estrés postraumático, adicciones, abuso de alcohol y otras drogas, estructuras de poder, mención de maltrato 

Hace unos meses que no tengo ningún deseo de beber alcohol. No es la primera vez que paso épocas sin beber, la diferencia es que esta vez no me apetece. Las anteriores veces, me aguantaba las ganas. Ahora no me apetece nada y es una sensación extraña para mí. Y maravillosa. La última vez que bebí fue el pasado 7 de marzo y la resaca del 8 fue épica, como muchas de las que he tenido a lo largo de mi vida. Ha sido una larga vida vinculada al alcohol, ya que llevaba desde los 15 años con un deseo incontrolable de beber. De esto hace ya 25 años y ahora puedo, por primera vez, mirar atrás y reconocer no solo la adicción psicológica al alcohol —nunca he tenido adicción física—, sino a muchas otras drogas, que han sido un eje muy marcado en mi vida. En el fondo, siempre he sabido que tenía alguna debilidad a las adicciones —donde incluyo a la nicotina y a la cafeína—, no solamente porque me era muy fácil engancharme —excepto con el alcohol—, sino también por algún otro motivo que me llamaba a consumir. Era un grito que llevaba dentro. Era un grito que no sabía cómo callar. Era el estrés postraumático. He tardado muchos años en descubrirlo, entenderlo y poderlo tratar o lidiar con ello. 

Mi “problema”, no obstante, se extendía más allá del salir de fiesta. La necesidad era amplia porque ese grito, esa inquietud, era constante y era especialmente punzante en situaciones sociales, sobre todo en las relaciones que aún no conocía suficiente, o con las que aún no tenía suficiente confianza, pero también con todo lo consideraba “normalidad” fuera de cuando estaba sola en mi casa o en mi habitación. Era una problemática que me perseguía en muchas de las situaciones diarias y que nada tenían que ver con aquellas de las que se suele hablar y que se suelen tratar cuando hablamos del problema del consumo de alcohol y otras drogas en nuestros espacios. 

Cuando se habla sobre el consumo de alcohol y otras drogas se suele hacer para tratar el problema de los excesos en espacios de fiesta y cómo esto no solamente reproduce un cierto tipo de consumismo, sino también violencias. Pero parece que las adictas —o las que han tenido un vínculo de consumo diferente y más cercano a lo que se vería como una adicción— tengan que ser personas extrañas que no se encuentran en nuestros espacios. Ni ellas ni sus problemas. Y todavía menos queremos ver que sus problemas tienen un vínculo que nos une a las problemáticas que queremos tratar en nuestros espacios, como las agresiones, el machismo, el capacitismo o cualquiera de las violencias estructurales que nos atraviesan cada día. En mi caso, el problema lo tenía también en asambleas, en encuentros con mucha gente, en talleres, en clases, etc., o simplemente cuando quedaba con una amiga para tomar un simple “café” o incluso para intimar en cualquiera de sus variantes. Y su origen se encontraba en las agresiones que he padecido de adolescente —y que se han extendido después de adulta— por el hecho de no ser un hombre y ser autista. Mi máximo miedo y alarma: las relaciones, mi espacio menos seguro. 

He hecho bastantes terapias a lo largo de mi vida. Vaya, no toda mi vida. Empecé a los 17 años, no con mucho éxito. Aquella terapia se rompió un día cuando salí de la consulta de la psiquiatra gritando. Unos meses antes, ya había dejado la medicación de golpe en contra de la recomendación de la psiquiatra y ese día dejé, por tanto, también las sesiones de terapia con la psicóloga. Después he intentado hacer terapia otras veces. No de forma continua. Algunas con más éxito que otras, pero la mayoría sin ir mucho al fondo de la cuestión. 

El motivo por el cual no iba al fondo de la cuestión era una mezcla entre el tipo de terapia —que no me funcionaba—, mi cierre para hablar de ciertos temas y la falta de formación por parte de terapeutas en terapia feminista y en trauma. Las terapias, por defecto están construidas desde un paradigma individualista donde no se tienen en cuenta ni las estructuras sociales, ni la gestión colectiva, ni cómo afectamos también al resto durante nuestros procesos terapéuticos. A la vez, además, intentan hacerte encajar mejor dentro del sistema: tienes que encontrar siempre la forma de adaptarte para seguir siendo un ser productivo y consumidor. 

Todo esto hacía que me cerrara de forma inconsciente. Parte de mi cierre era producido por el miedo a la incomprensión, el miedo a la culpabilización. Y era un miedo que no iba muy desencaminado, como ya comprendí una vez cuando en una de las terapias me culpabilizaron por el maltrato que recibí por parte de un hombre: me dijeron que lo que yo había padecido era debido a haber decidido no ser monógama y por ser una supuesta “ingenua” y “crédula”, ya que según aquella terapeuta mi agresor era muy buena persona, pero no sabía relacionarse muy bien y yo se lo había puesto muy fácil. 

No fue solo eso, la terapia consistió en una lectura constante de la situación diferente a mi vivencia y en como construyo relaciones: mi terapeuta suponía que me enamoré de alguien que no me correspondía, sin más. La realidad era muy diferente, ya que el maltrato fuera de las relaciones románticas no es aceptado y la mirada no feminista no le permitían ver las dinámicas de dominación y machistas que se llevaban a cabo en la relación, aunque no fuera una relación romántica. 

Ahora he entendido muchas cosas sobre las terapias, sobre todo en el último proceso terapéutico en el que me he sumergido y en el que he conseguido, como he comentado al inicio, dejar de tener ganas de consumir alcohol. La terapia tiene que ser feminista, así como también anticapacitista, antiheterosexista, antiracista, y muchos anti-etcéteras. Y yo añadiría explícitamente anticapitalista, aunque supongo que debido a la falta de terapias sensibles esto parece pedir demasiado. Lo que quiero decir es que no es suficiente que la terapeuta sea, por ejemplo, feminista, sino que la terapia también lo tiene que ser y, además, tiene que ir atravesada por una mirada estructural y no-individualista, sensible a otras violencias estructurales, como es el heterosexismo, el racismo o el capacitismo. Se necesita, también, más formación en trauma. Por suerte en el estado español cada vez parece que haya más acceso a este tipo de formación. Pero el vacío hasta ahora era gigante. 

No quiero hacer de esto una crítica directa a todas las terapeutas, sé que hay algunas que quieren hacer las cosas de otra manera. Hablo de lo que he vivido de forma más general y de lo que creo que mejoraría en cuanto a colectivo o comunidad de una forma amplia: necesitamos incluir todo esto en grupos de ayuda mutua, en nuestras asambleas, y en nuestros cuidados comunitarios. 

Estoy harta de discursos de empoderamiento que se presuponen feministas y se olvidan de las personas que hemos padecido traumas que, a menudo, nos colocan a las traumadas en la caja de las que no sabemos empoderarnos por no ser suficientemente buenas activistas de una forma altamente capacitista. Ocurre, por ejemplo, con los discursos sobre empoderamiento sexual en no-hombres que se olvidan de las que han padecido traumas sexuales. ¿Cómo quieren que deje de sentir aquella fuerte necesidad de beber en un entorno que me culpabiliza o me hace sentir inferior por no poder moverme debido a todo aquello contra lo que estamos luchando? A algunas les parecerá extraño, yo lo llevo viviendo desde siempre. Además, necesitamos un cuidado no individualista, porque el peligro de todo esto también es que actualmente la mayor parte del discurso sobre trauma está viniendo del discurso anglosajón con una mirada muchas veces más liberal de la que a mí me gustaría. Necesitamos tener nuestros espacios para hablar de esto. Necesitamos hablar de ello en nuestros espacios. Y necesitamos también ir con cuidado en como de fácil se puede apropiar este discurso, y cuidarlo un poco más. 
 

Muchos de nuestros traumas son políticos porque vienen atravesados por las estructuras y todo lo que nos vulnerabilizan. Tenemos una responsabilidad conjunta y social con las personas afectadas, y no solamente cuando tenemos con ellas relaciones de amistad, románticas o sexuales. Nuestra inclusividad en este aspecto es, por lo tanto, crítica, feminista y se tiene que tener en cuenta en el proceso de cuidarnos a todas. Nosotras también queremos formar parte del proceso colectivo de lucha y de batalla desde nuestros cuerpos. Necesitamos poder tener acceso a ello. La inclusividad de nuestras emociones y de nuestros síntomas son también un acto de rebeldía que nos permite, una vez más, revolucionar nuestros espacios y empoderarnos. Y curarnos. 

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sobre poder y dominación en nuestros espacios críticos

por wuwei (natàlia)

en català aquí.

Este texto lo escribí y se publicó en El Salto el 18 de marzo. Podéis ver el original aquí . 


Este texto es el tercero de un conjunto de textos en los que quiero reflexionar y abrir un proceso de auto-crítica sobre gestión de discursos y espacios. El primero está aquí y el segundo aquí.

Aviso de contenido: poder, dominación, instrumentalización, manipulación, mención de ansiedad, capacitismo, mención de estructuras de poder, privilegios, agressiones, salud mental, violencia, mención de miedo, sentimiento de culpa, castigo

Hace tiempo que tengo ganas de hablar de cosas de las que sé que nos cuesta hablar, pero que sé que es un tema que nos está rondando a muchas y algunas personas ya han empezado a hablar de ello. Los motivos por los cuales nos cuesta tratar el tema son variados: porque tenemos miedo a las consecuencias de hablarlo, por la exposición emocional y mental que supone, pero también porque tenemos miedo a cargarnos todo aquello que tanto nos ha costado construir en espacios críticos, feministas y de lucha social (herramientas, discursos, vínculos). También juega un papel muy importante el poder, tanto sea porque tenemos miedo a perderlo o a renunciar a la posibilidad de una posición superior, o bien porque queremos conseguir esta posición superior. Además, tenemos miedo a que nos pisen o a ser excluidas (este último viene a ser uno de los motivos por los cuales muchas seguimos la corriente sin cuestionar cosas que nos pican).

Pero la realidad nos explota en la cara, y no podemos permitirnos ignorar mucho del daño que nos estamos haciendo, los poderes que estamos generando, los guayismos y las consecuencias de todo esto, entre las que se encuentran problemas de salud mental, sociales/relacionales, económicos, de aislamiento. Problemas contra los cuales supuestamente estamos intentando luchar.

A mi alrededor desde hace tiempo personas hablan de situaciones diferentes pero que tienen muchas cosas en común: por un lado, la utilización de discursos como herramientas que acaban generando ciertas violencias, tanto sea exclusiones, acoso o borrados, y por otro lado, la instrumentalización de los discursos solo para obtener poder. Normalmente es una mezcla complicada de las dos y lo que finalmente tenemos es un ejercicio de poder que no es nunca contemplado cuando hablamos de estructuras sociales porque se ha generado especialmente alrededor de nuestros discursos y de nuestros espacios —movimientos sociales, activismos sociales, feminismos, queer/LGBTI+, no-monogamias… — tanto físicos como virtuales, donde se incluyen redes sociales.

Ya sabemos que las estructuras sociales de poder que nos encontramos “fuera” de nuestros espacios se repiten dentro de estos. Sabemos que el machismo, el racismo, el heterosexismo, entre muchas otras estructuras, están presentes. Los ejes principales de nuestras luchas son, precisamente, estas estructuras. No obstante, dentro de estas luchas han emergido nuevas estructuras, que son aquellas que nos otorgan ciertos reconocimientos y poderes en estos mismos espacios: el guayismo, aquella tendencia a destacar y generar cierto dominio a través del ser “guay” bajo los parámetros definidos por nuestros activismos sociales —como por ejemplo, estar construida, dominar el discurso, obtener atenciones debido al dominio de este discurso, producir discursos como si fueran productos de consumo, famoseos y divineos. Evidentemente se mezclan otras estructuras menos visibles y reconocidas como son el hecho de tener ciertos tipos de carismas o bien la capacidad de poder dominar todo esto (capacidades comunicativas, emocionales o intelectuales). Y todo el resto siguen la corriente, porque ir en contra es buscarte el aislamiento o hundirte.

Es complicado entender en qué momentos ha habido un deseo de poder sobre otras personas o bien hemos confundido el empoderamiento personal con un ejercicio de poder hacia estas otras, aprovechándose muchas veces de privilegios y de situaciones que en muchos discursos no se contemplan. El problema es que uno de los muchos dogmas que hemos aprendido a repetirnos es que da igual lo que hagas sobre una persona que tiene un privilegio concreto sobre ti porque esto (supuestamente) nunca es violencia, olvidando muchas más partes del contexto de aquella persona y de otros ejes que le puedan estar atravesando que no vemos (o no queremos ver). La salud mental es uno de ellos. Entiendo que delante de ciertas situaciones hemos tenido que aprender a dejar de empatizar con las personas que nos violentan y que tienen más privilegios, y entiendo que es vital que siga siendo así en muchos casos. Pero, no obstante, hemos hecho un salto y hemos pasado a desear que se deshumanice totalmente a quien consideramos que tiene un cierto privilegio sobre nosotras.

Hemos confundido acompañamiento a las violentadas o agredidas con un ejercicio de multiplicar cualquier deseo de quien haya padecido la violencia. Cualquiera, sin cuestionarlo, ni contextualizarlo. Mi pregunta es: ¿esto es acompañamiento? A la vez tenemos miedo a todo lo que se nos puede llegar a pedir cuando se señala a otra persona como agresora, llegando al punto de que, si vemos que podemos, intentamos mirar hacia otra parte dejando de lado totalmente a la propia agredida. Las dos caras de la misma moneda tienen consecuencias totalmente contrarias a lo que supuestamente queríamos obtener.

Todo esto lo digo con dolor después de haber estado años intentando esquivar los intentos de manipulación por parte de un hombre que quería cuestionarme estos discursos para su propio beneficio. Cada vez que alguien me hablaba de cuestionarlo la ansiedad se me disparaba. Me ha costado aceptar que estas herramientas puedan estar siendo utilizadas también para generar poder. Pero es que el poder se aprovecha muchas veces de cualquier fisura que encuentra y es por esto que es muy importante repensarnos constantemente y estar muy alerta. Creo que uno de los problemas principales ha sido convertir parte de estas herramientas y discursos en dogmas y no contextualizarlos nunca. Sí, hemos generado dogmas, creencias que van más allá de lo que tendría que tener un espacio que se diga a sí mismo crítico. Estos dogmas los hemos creado para revertir aquellos otros que nos imponen las estructuras de poder, pero al fin y al cabo son dogmas que no se pueden cuestionar, que no se pueden contextualizar según la situación.

Otros dogmas que hemos creado son, por ejemplo, que si una persona dice que se ha sentido agredida significa que lo ha estado (sin habernos parado a reflexionar o definir qué queremos decir con “agresión”), o bien también que todo lo que pida una persona que se ha sentido agredida va a misa (y nunca mejor dicho). Con esto no quiero decir que tengamos que hacer todo lo contrario, como pasa fuera de nuestros espacios, donde no se cree a las agredidas y no se las acompaña. Nos ha costado mucho que se nos escuche, se nos crea y se nos acompañe.

Lo que tenemos que replantearnos es qué quiere decir acompañar y escuchar, porque revertir totalmente un poder que fuera no tenemos de esta manera implica otorgar un poder muy grande. Y todo poder que se otorgue tiene el peligro de ser deseable y utilizado más allá de las situaciones para las que se ha construido, sea a través de un proceso consciente o inconsciente. He visto y vivido de muy cerca cómo se instrumentalizaban estos dogmas para destruir a personas, o por venganza debido a situaciones que nada tenían que ver con la acusación que se estaba haciendo (celos, por ejemplo). He visto cómo se mentía, se inventaban agresiones, o bien se aprovechaban algunas existentes para generar aún más poder sobre una persona. Sigo creyendo que cosas como ciertos vetos o ciertas formas de tratar las agresiones son importantes y necesarias. Pero no siempre ni de todas las maneras, ni otorgando este total y absoluto poder.

Hemos basado buena parte de nuestros discursos en el sentimiento de culpa y en el castigo. ¿No nos suena esto de algo? Sin darnos cuenta hemos caído en la misma trampa con la que el sistema en el que vivimos nos violenta día tras día. No creo que las personas oprimidas tengamos que estar siempre haciendo pedagogía, creo que es algo que tenemos que poder escoger, el momento y el lugar, la exposición y como nos autocuidamos, y si realmente lo queremos hacer. No obstante, sabemos que vivimos en el mundo que vivimos y es por este motivo que algunas o muchas hacemos activismo, y pedagogía la tendremos que hacer. Caer siempre en atacarnos, castigarnos o jugar a hacernos sentir constantemente culpables de todo no tiene nada de revolucionario. El cambio más revolucionario tiene que pasar por otras vías.

Una cosa que da mucho poder en nuestros espacios es dominar el discurso, saber en todo momento como utilizarlo. Creo que quien tiene el privilegio de saber y poder dominar ciertos discursos tiene un poder más grande dentro de nuestros espacios. He visto cómo se manipulaban los discursos sobre cuidados para conseguir más atenciones y afectos. He visto manipular los discursos de “no puedes dejar una relación así como así porque esto es capitalismo y consumo de cuerpos” para que haya personas que no puedan dejar relaciones de maltrato o chungas, o que eran incompatibles. He visto maltratar mucho a personas y taparlo totalmente acusándolas de capacitistas si señalaban maltrato. He visto cómo se manipulaba también el discurso del tone-policing para excusar acoso y ataques sin ningún cuidado hacia personas que cometían algún error típico de cuando no estamos suficientemente formadas. He visto, de hecho, manipular y utilizar cualquier discurso. A veces me da pánico escribir, dar un taller o una charla, porque he visto manipularlo todo.

Finalmente, y no menos importante, también he visto y he vivido la hipocresía de la generación de discurso solamente para el puro consumo de las oyentes y lectoras y para el puro protagonismo y guayismo de las productoras, con un gran vacío en medio donde se generaban borrados, manipulaciones, ghostings, luz de gas o competición, por parte de las mismas que hablaban y se ganaban la fama hablando de cuidados, de horizontalidad, de cooperación o de compañerismo.

Escribo todo esto no solamente para hablar de las demás, sino que aprovecho para revisarme, hacer autocrítica y responsabilizarme. Escribo todo esto con un poco de miedo, pero a la vez con las ganas y con la esperanza de que algún día dejemos de hacernos daño. A veces lo veo, me entristezco y tengo ganas de huir corriendo. Otras veces cojo fuerzas e intento entender cómo podría moverme alrededor de todo lo que siento una farsa. Dos veces al año me cogen crisis y ganas de dejar este tipo de espacios. Pero después miro a mi alrededor y, cuando me fijo más allá de todo aquello que el poder intenta borrar, en el fondo veo cosas a las que cogerme: compañeras que construyen cosas cada día, con mucho cuidado y sin esperar nada más que un verdadero cambio social. Y es en estos momentos en los que cojo aire y fuerza y decido seguir.

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la vulnerabilidad de las mujeres bisexuales o no monógamas

por wuwei (natàlia)

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Cada estructura de poder tiene sus formas de afectar al grupo al que está oprimiendo. Una de las (muchas) características del machismo es la objetificación sexual (entre otros tipos de objetificación) de las mujeres. Esto no implica solamente una hipersexualización (consecuencia de la objetificación), sino también de una disposición de nuestro consentimiento: nuestro consentimiento no es reconocido como existente, y se nos anula la posibilidad de poder o no consentir. Este borrado se hace y se construye a través de normas sociales (muchas de ellas implícitas), como por ejemplo el hecho de creer que la opinión de las mujeres es menos que la de los hombres (y por tanto, que los deseos de cualquier hombre pasen por encima de lo que pueda pensar, sentir o desear una mujer), o de la creencia de que los hombres pueden disponer y apropiarse de nuestros cuerpos, deseos, emociones o voluntades (que no solamente se traduce en objetificación sexual, sino también en explotación en las tareas del hogar, o en el consumo emocional).

 

Las intersecciones entre opresiones suelen complicar las cosas. Cuando, por ejemplo, hablamos de cómo se combina ser mujer con la bisexualidad, esta objetificación de la que hablábamos aumenta. En el patriarcado se ha establecido actualmente un tipo de ‘norma’ implícita que dice que todas las mujeres tenemos que ser bisexuales para el placer de los hombres, mientras que a la vez se nos obliga a ser heterosexuales. ¿Qué quiere decir esto? Que nuestra orientación “real” y obligatoria tiene que ser heterosexual (solamente nos tienen que gustar y atraer los hombres, y son con los que tenemos que tener vínculos románticos exclusivos), pero que tenemos que performar (representar, jugar a) la bisexualidad para que los hombres heterosexuales puedan disfrutar de sus fantasías sexuales. Esto hace que por un lado se niegue la orientación de las que seamos bisexuales (nuestra orientación no es “real”, es solamente un juego) y que se apropie por parte de los hombres (no es solamente un juego, es un juego para los hombres). Una de las consecuencias de todo esto es la cantidad de agresiones sexuales que padecemos las mujeres bisexuales debido a, no solamente ser mujeres, sino también bisexuales. Unos estudios estadísticos que se hicieron en Estados Unidos, mostraban que casi la mitad de las mujeres bisexuales habían padecido una violación, frente el 15% de mujeres monosexuales (heterosexuales o lesbianas).

 

Un aumento de la objetificación también ocurre a las mujeres no monógamas. A ojos de los hombres, las mujeres no monógamas somos “mujeres más fáciles”, cosa que nos pone en una situación más vulnerable delante de hombres que especialmente buscan relaciones sexuales objetificadas, donde creen que nuestro consentimiento es más fácilmente ignorable porque ‘ya somos no monógamas’ (cómo si esto diera luz verde a cualquier hombre que quisiera disponer de nosotras). Además, dependiendo del tipo de no-monogamia la vulnerabilidad puede aumentar: las mujeres que practiquen un tipo de no-monogamia que se vean desde fuera como más “flexibles” y que más rompan con el amor romántico y el concepto de pareja suelen ser vistas e interpretadas a ojos de un hombre machista como “mujeres que solamente quieren tener sexo y a las que no tengo porque dar explicaciones de nada” o, por decirlo más resumido “mujeres más accesibles”.

 

Finalmente, también está el mito del unicornio, aquellas mujeres bisexuales no monógamas buscadas especialmente por parejas hombre-mujer para su placer sexual o como ‘compañera’, donde existe una jerarquía entre la “pareja” y esta mujer (la pareja es la que tiene el poder en la “relación” y por tanto son las componentes de la pareja las que ponen las normas y las que tienen voz). Las mujeres que son tratadas como unicornios, además, se les suele exigir una serie de elementos, como si de un producto de catálogo se tratara: atractiva, joven, que sepa “dar” igual a casa uno de los componentes de la parejas, que no monte “dramas”, y que sepa aguantar cualquiera de los problemas o celos de la pareja (e incluso hacerse responsable, sin exigir ninguna responsabilidad de “vuelta”). Y cuidado, que no se enamore más del unicornio uno de los componentes de la pareja que el otro porque entonces podrá devenir el nuevo objeto de celos mientras a la vez se le tratará como culpable de todo.

 

Cuando yo era adolescente padecí ciertas situaciones de vulnerabilidad y de agresiones sexuales donde tanto mi supuesto comportamiento poco monógamo (no me planteaba la idea de tener una pareja ni el tema de la exclusividad) como también el hecho de ser bisexual jugaron un papel muy importante. Tanto es así que finalmente (y de forma muy inconsciente) me acabé encerrando en una relación monógama con un hombre por protección (relación que acabé dejando hace más de siete años). Llegué a sentir que la razón por la cual había padecido aquellas agresiones había sido tanto mi orientación sexual como mi forma de relacionarme poco monógama. Una sensación de culpa constante me perseguía (una cosa muy ligada a como nos tenemos que sentir siempre las mujeres). Pero el problema no fue ni mi orientación ni ningún tipo de no-monogamia, sino los hombres machistas que utilizan estos factores como excusa para apropiarse de nuestros cuerpos y de nuestras emociones. Cualquier mujer tiene todo el derecho de explorar su sexualidad, de tener el tipo de relaciones que desea, como también de decidir no querer pertenecer a ningún hombre.

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